Con The Meyerowitz Stories (New and Selected), de Noah Baumbach, Adam Sandler nos entrega otra actuación que hace que nos preguntemos: ¿es Adam Sandler, de hecho, brillante?
La marca de Sandler —que empezó como la de un comediante de mal gusto e ingenuo, cuyo éxito se disparó con comedias familiares genéricas— eventualmente empezó a volverse tediosa y exasperante, pero se mantuvo como algo rentable. Sin embargo, detrás de la maquinaria de Happy Madison, se encuentra una figura similar a la de Willie Wonka, con habilidades incomprendidas.
Para mí, Sandler es uno de los actores más enigmáticos de su generación: un tipo que puede protagonizar Punch Drunk Love y Mr. Deeds en el mismo año. Es fácil odiar la mierda cínica que saca, así como sus actuaciones mediocres. El consenso de la crítica ha sido por mucho tiempo que él es un tipo explotador, pero que misteriosamente es capaz de realizar actuaciones dramáticas sublimes cuando es guiado por el director adecuado. Pasa la vida raspando y de la nada, ocasionalmente se luce con una actuación digna de un joven Al Pacino.
Sandler suele ser presentado como un vendido irritante. Los críticos lo ven como una figura contradictoria que escogió el camino del dinero por contenidos de mal gusto. No tiene las sensibilidades art-house de sus colegas Wilson y Stiller, y si las tiene, ha decidido ignorarlas en su mayoría. Ese es Sandler en su estado más indignantemente enigmático. El discurso de la crítica frente a él está tan asqueado con sus bromas a punta de CGI, como por lo que ellos interpretan como un rechazo a descubrir su «profundidad» y genialidad.
La ansiedad que sentimos por Sandler es reduccionista, pero diría que se enfrenta a lo que lo configura como una de las figuras más fascinantes del cine moderno. Es el santo patrón del fastidio. Lo que Jimmy Stewart era a la desorientación, y Jack Lemmon a la desesperación, Adam Sandler es a la ira confundida y frustrada. Sandler no tiene comparación cuando se trata de canalizar una furia atávica, ya sea con ojos muertos y molestos, o con cuerdas vocales capaces de romper vidrios.
Dentro del espectro de lo fastidioso, Adam Sandler es un maestro, y al ir rompiendo sus propios límites, podemos ver su atractivo como actor. Suelo pensar mucho en Jack and Jill, la película de Sandler de 2011. Bien podría ser la peor película del siglo y, cuando la vi en cine, mi amigo le tiró su gaseosa a la pantalla a modo de aplauso.
El film representa a Sandler en su peor momento; Katie Holmes y él compiten por el premio a las miradas más tibias en esta películas, y el momento más emocionante viene de una cacatúa CGI que se baña en un fondue. Sin embargo, en los roles de los gemelos de Jack and Jill, vemos los extremos de la frustración de Sandler: el cinismo apaciguado de Jack, contra los chistes chirriantes y espásticos de Jill. Aquí vemos los polos opuestos de la estética de Sandler: el imbécil irritado y el perdedor explosivo.
[Sandler] es el santo patrón del fastidio. Lo que Jimmy Stewart era a la desorientación, y Jack Lemmon a la desesperación, Adam Sandler es a la ira confundida y frustrada.
La era dorada de Sandler, por otro lado, es intachable. Entre Billy Madison, Happy Gilmore, The Wedding Singer, y The Waterboy, Sandler arrasó con el final de los noventa como un huracán, posiblemente destronando a Mike Myers y Jim Carrey como los reyes de la comedia de estudios grandes. Billy Madison y Happy Gilmore estrenaron en 1995 y 1996, respectivamente, y personifican la plenitud de la irritabilidad inabarcable de Sandler.
El personaje de Billy Madison es el torpe inocente que cabe en el molde de Jill, una caricatura cuya irrealidad choca con su mundo circundante. Aún así, Billy encuentra eventualmente su «madurez», y en términos de sutileza, Sandler logra llevar a su personaje de un nivel once (como el amplificador de Spinal Tap), a un cuatro. Uno ve esta transición entre el momento en que Billy está en el baño, cuando ve un grifo en forma de cisne y le grita, «¡Deja de verme, cisne!», y durante el decatlón académico en el clímax de la película en el que, después de que le dicen que «ahora todos en esta habitación son más tontos» por escucharlo, Billy responde: «Está bien, decirme que estaba mal habría sido suficiente».
La manera de asentir con la cabeza y de caminar rápido de Sandler después de esa línea es una encapsulación brillante de la ansiedad con la que él opera. Esto permea hasta Happy Gilmore, donde la idiotez dubitativa de Billy se transforma en furia arrasadora. En las mejores actuaciones de Sandler, sus personajes usan la incapacidad de sentir placer para apaciguar su ira. En Meyerowitz, la rabia supera la tristeza después de consumir anfetaminas; en Happy Gilmore, es detonada por la frustración que genera el golf. La escena en la que Happy no puede meter la pelota en el hoyo puede ser el momento más puro de irritación explosiva de Sandler.
Happy Gilmore triunfa en sitios en los que otras comedias posteriores de Sandler fracasan: logra mostrar su estado óptimo al caminar en la cuerda floja entre la confusión ansiosa y la irritación violenta. Está agotado, liquidado, y su única salida se encuentra en acabar con los otros. Y esa también se convierte en la salida de la audiencia; se vuelve en una tensión nuclear que, me atrevo a decir, es lo que hace genial a Adam Sandler.
De Billy Madison a Meyerowitz, hay una tonalidad bucólica en los arranques de Sandler. Sus últimas comedias autoproducidas fracasan por ser autoindulgentes y perezosas hasta el punto en que vemos a un tipo millonario que se creyó el cinismo de su marca. Sandler hace su mejor trabajo cuando regresa a las raíces del tonto que de alguna manera salió del sinsentido a punta de chistes sucios; cuando su desesperación trae consigo frustración, furia y urgencia al frente. Es fastidioso y fastidiado, y en eso radica el atractivo de Sandler.